BLOG RED LATINOAMERICANA DE POSTHUMANISMO
Una estética del glitch: pensar desde la herida
Victor J. Krebs
Pontificia Universidad Católica del Perú
En tiempos de automatización y producción acelerada, donde el pensamiento corre el riesgo de confundirse con la simple generación eficiente de contenidos, se vuelve urgente reaprender a pensar. Detenernos en lo que no fluye. Cuidar lo que no encaja. El glitch —ese error, ese tropiezo en el funcionamiento fluido de la máquina— se revela como algo más que una falla técnica: es una herida epistémica, o más aún, una herida ontológica. Porque en ese tropiezo se abre, de golpe, la distancia entre el cálculo maquínico y la opacidad de la experiencia encarnada; entre la lógica instrumental de la inteligencia artificial y la extrañeza del cuerpo que siente. El glitch rasga la textura del mundo y nos deja al borde del abismo entre esos dos órdenes.
Lo que interrumpe no es sólo una operación técnica, sino una economía simbólica automatizada, una forma de sentido que circula sin fricción, que convierte el lenguaje en instrumento y el pensamiento en mercancía. Esa interrupción no es exterior ni accidental: es una implosión. Un colapso interno de un orden simbólico saturado que, de pronto, no puede sostenerse frente a la mirada de lo otro. El glitch no sólo detiene: hace implosionar. Y en esa implosión emerge algo que no puede cerrarse, que no se deja reducir. Una herida viva. Algo que nos llama.
Allí comienza a delinearse una estética del glitch: no como estética del error, sino como atención radical a lo que se escapa, a lo que no se ajusta a la lógica de la eficiencia, la claridad, la utilidad. Una estética del desfase como condición de posibilidad del sentido. Esta estética no es decorativa ni ilustrativa: es epistemológica. Y por eso también política. Porque nos obliga a volver al umbral entre lo decible y lo no dicho, entre lo visible y lo que aún tiembla en su superficie.
En esa vibración habita lo que, siguiendo a Timothy Morton, llamo ecognosis: no el conocimiento como captura, sino como resonancia. No como información sobre el mundo, sino como despertar dentro de él. Un proceso simbólico que metaboliza lo real sin clausurarlo. Desde ahí, el arte puede pensarse no como producción de mensajes, sino como apertura de umbrales. No como artificio, sino como acontecimiento. Como señala Martell: arte, no artificio. Por eso el glitch es también una estética del cuerpo: porque no puede detectarse sin sentirlo. Porque no puede metabolizarse sin una sensibilidad viva a la herida.
Desde allí se ilumina también la propuesta pedagógica de una educación filosófica que no se limite a transmitir saberes, sino que habilite espacios para atender al glitch. Una pedagogía que no sólo enseñe ideas, sino que cultive el temblor en el que las ideas pueden nacer. Quizás esa sea la función más urgente de la filosofía hoy: no responder, sino abrir. No cerrar el pensamiento en estructuras productivas, sino sostener el desajuste, la duda, la interrupción. Y enseñar a habitarla.
El sueño puede ser metabolización o encierro. La imagen, camino o cárcel. El pensamiento, creación o automatismo. Todo depende de si somos capaces de cuidar esa herida, de sostener el momento en que algo no encaja y, por eso mismo, nos obliga a mirar distinto. El glitch, entonces, no es una excepción: es la condición. No un fallo, sino la posibilidad de una ética del pensamiento que comienza cuando aceptamos que pensar no es saber, sino exponerse a lo que no se deja decir del todo.


